Épica. Victoria. Éxtasis. Júbilo. Eternidad. Todos ellos son adjetivos válidos para definir lo que se consiguió, lo que conseguimos, hace ahora mismo quince años, y sin embargo todos ellos se quedan cortos. Leí una vez que hay buenos, grandes e inolvidables recuerdos, y que distingues esos últimos porque producen algo que no se puede explicar, sólo experimentar, revivir, y por ello son los que te acompañan durante toda la vida. Ahora que se cumplen tres lustros del-futbolísticamente hablando- día más feliz de mi vida veo lo diferente que es la realidad de nuestro equipo, el sufrimiento de su afición, las dudas que suscita... y todo ello no hace sino confirmarme la grandeza de la gesta de París, gesta que el paso de los años ha dado forma de leyenda. La leyenda de un equipo grande de Europa.
La fecha, 10 de Mayo de 1995, está escrita con letras de oro en la historia de nuestro club y grabada a fuego en el corazón de todo aquel que se sienta zaragocista. Mucho se escribió en su momento de aquel gran equipo que hizo temblar los cimientos de la Europa futbolística, de su andadura en el torneo hasta la final, de aquella batalla en el Parque de los Príncipes, del mágico gol de Nayim... pero para mí el recuerdo de todo aquello es otra cosa. Es enarbolar la bandera de un sentimiento. Es la respuesta a por qué ser de un equipo que hace años que no levanta un trofeo, que lleva tres temporadas dando tumbos, que no ha podido sellar su permanencia hasta el final de la temporada. Es notar cómo ahora, mientras escribo sobre ello, se me eriza el vello de la nuca por enésima vez al recordarlo. Es volver a aquella noche, cuando sólo tenía once años...
... y escuchar a mi padre, hombre correcto y sereno donde los haya, dando gritos como un poseso en el salón. El balón ha entrado. Somos campeones. No hay tiempo para más. Ruido de platos y vasos rotos en el bar de abajo. Sonido de claxon de los cientos de coches que se lanzan a la calle, en dirección a la Plaza de España. Afonía. Nerviosismo acumulado durante 120 minutos que se libera de golpe. Las lágrimas de alegría del gran Gustavo Poyet, lágrimas que sentimos como nuestras, puesto que muchos las hemos derramado al oír el pitido final. El pequeño-gran hombre Pardeza levantando el segundo trofeo de más entidad del continente. París arde de pasión. Toda España vibra con un equipo que siente como suyo. Zaragoza llora de emoción. Somos campeones de Europa.
Imposible conciliar el sueño esa noche. Finaliza la conexión de Televisión Española, pero los fastos siguen en la radio. ¡Campeones! Cada vez que se refieren a nosotros con esa palabra, un escalofrío recorre mi espalda. ¡Campeones! La que se puede montar mañana en el colegio...
Al día siguiente todo el colegio está pintado de blanco y azul. Camisetas, pantalones, bufandas, balones en clase, hoy vale todo. Por fín, a las 8 de la mañana, el momento culminante. Entra a clase nuestro profesor, madridista de toda la vida, mira a sus alumnos-no puede ver otra cosa que no sean niños que sonríen con la boca, con los ojos y con el corazón- esboza su habitual media sonrisa y dice, condescendiente: "Ha sido una gran victoria. Enhorabuena". Y a partir de ahí, más gritos de los que aún conservan la voz, y vivas, y alés. Y tal es el ambiente que se vive que en el recreo, yo, un niño más bien callado, ni mucho menos agitador ni extrovertido, termino gritando a voz en cuello la alineación del día anterior entre jaleos y vítores de mis compañeros justo después de cada nombre. Otro gran recuerdo de la infancia.
Ésta es la parte de la celebración que a mí me toca vivir, el trasfondo es mucho más amplio, pero sólo seré capaz de adivinarlo con la perspectiva que dan los años. Como por ejemplo, aquella generación de jóvenes que no cayó en el recurso fácil de hacerse seguidor de uno de los equipos grandes, de los que se llevan los campeonatos, porque tu equipo también es campeón y se ha convertido, a los ojos de todos, en un grande. O el hecho de que por una noche, todo un país ha formado parte de la hinchada de un mismo equipo, algo casi inimaginable hoy en día, y lo que es más importante, ganándose el cariño y la simpatía de todos por medio del buen fútbol y el coraje. O incluso el saberse privilegiado porque junto con los que vieron a Los Alifantes abrir la senda de la Primera División, los que disfrutaron con Los Magníficos del mejor equipo de nuestra historia, los que vibraron con los Zaraguayos y quienes vieron al Zaragoza de mediados de los ochenta mojar la oreja a los equipos grandes de España, junto a todos ellos, podrás sentarte tú y decir Yo ví a mi equipo escribir ésta gloriosa página de su historia. Pero bueno, todo eso ahora es secundario. Prefiero seguir dando saltos en las canchas del patio del colegio hasta que haya que volver a clase...
... y aquí estoy, de vuelta frente al ordenador, de nuevo con el archiconocido nudo en la garganta, las manos temblorosas y los ojos vidriosos por la emoción. Soy quince años más viejo, el equipo va mal, pero el indescriptible sentimiento forjado aquella noche permanece intacto, y soy plenamente consciente de que nunca morirá. Es más, alimenta día a día mis esperanzas de que volveremos a ganar, a ser grandes, a reclamar nuestro sitio. ¿Que por qué estoy tan convencido? Muy sencillo: porque ya lo he visto antes. Lo ví una gloriosa noche de Mayo hace ahora quince años.
Jo macho, qué bonito.
ResponderEliminarSi es que entre la emoción de aquel momento y lo bien que lo has expresado la piel de gallina se me ha puesto.
Dicen que todo zaragocista se acuerda de dónde estaba, con quién, y qué estaba haciendo, en el momento del gol de Nayim.
Yo soy uno de esos.