Explicar un sentimiento. Difícil tarea, pues nadie puede compartir una emoción como si fuera una foto o un mensaje de texto. Estas líneas tampoco pretenden aventurarse en semejante tarea, pero sí pueden servir de vehículo para comprender la dimensión para la hinchada blanquilla de valores como orgullo, afecto, empatía, solidaridad. Algo nuestro se moría. Había que lanzarse a salvarlo o acompañarlo en sus últimos latidos, pero NUNCA dejarlo solo. Afortunadamente todo acabó bien, y el mundo entero pudo conocer la que ahora mismo es la mejor noticia para el club: el zaragocismo está vivo, aunque a veces parezca dormido o el hastío por el negro presente calle su voz. Más les valdría a los dirigentes del club incluírlo en los activos de la entidad a la hora de hacer balance de cuentas, pues a día de hoy es lo más valioso de su patrimonio.
Han pasado ya unos cuantos días, y lo cierto es que tenía en mente publicar mucho antes, pero pensé que podrían quedarse en el tintero detalles importantes, de esos que sólo salen a flote pasados unos cuantos días, cuando el nerviosismo y la euforia se han disipado. Ahora, tres semanas después, se ve todo diáfano y hemos llegado a vislumbrar la importancia de lo conseguido. No creo exagerar diciendo que dada la coyuntura actual aquello fue similar a la consecución de un título, o incluso puede que más importante. Y lo que es más significativo para mí, esta vez lo viví desde primera fila.
Porque no es lo mismo contemplar una gran victoria que ser partícipe de ella. Ojo, no pretendo insinuar que pueden medirse la implicación y el amor a unos colores por la simple diferencia de seguir a tu equipo a otra ciudad o animarlo con todo tu corazón desde casa, pues al fín y al cabo todo es zaragocismo. Pero esta ocasión ha sido para mí la revelación de una conexión íntima con el club de mis amores. Por primera vez pude comprobar que la expresión "llevar en volandas al equipo", tan futbolera ella, es completamente cierta. Porque cuando el autobús del Zaragoza entraba en el estadio, las caras de los jugadores dejaban constancia de que jamás habían vivido algo como aquello, miles de personas cantando y rugiendo a su paso, obligándolos a dejarse el honor y la sangre en el terreno de juego, como una especie de pacto moral. Sólo alguien con el corazón de piedra no se emocionaría ante algo así. Y después, en el estadio... inenarrable. Parecían volver los tiempos del reino de Aragón, que reclamaba su sitio en Valencia, nada de plaza enemiga, sino segunda casa de los aragoneses por decreto de nuestra historia. Que una afición tome una ciudad es algo digno de reseñar; que la hinchada rival haga callar a la local es algo pocas veces visto, algo sin duda para relatar durante años...
Aunque sin duda, lo que me resultó más emotivo fue comprobar cómo por fín confluyen el tiempo y el sentimiento. Ya tengo mi lugar particular en una historia de zaragocismo que viene de familia y que está escrita en una parte tan profunda de mí que no se puede alcanzar. Un lugar en un tiempo infinito. Junto a mi abuelo, al que mi madre, ya establecida en Zaragoza, le pagaba el viaje de autobús desde Daroca y la entrada a La Romareda para que el buen hombre pudiera disfrutar de aquel equipo que le hacía quedarse absorto frente al televisor del bar. Junto a mi madre, que tuvo el enorme placer de disfrutar de los Arrúa, Diarte y García Castany, entre otros, acompañando al equipo a todas partes y haciendo caso omiso a los que por aquel entonces veían tan extraño que una mujer siguiera el fútbol como lo hacían los hombres. Junto a mi padre, socio, como ahora lo soy yo, durante muchisimos años; lloviera, nevara o cayesen chuzos de punta, siempre en su localidad de gol de Jerusalén, animando y señalando el camino para los que vinimos detrás. Ahí estoy yo. El legado de zaragocismo que he recibido sigue adelante desde el Levante español, desde el estadio Ciutat de Valencia, desde el sector llamado gol Alboraya...
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