Como dicen los que han sido jugadores de fútbol, el gol es una especie de éxtasis. Es como una droga, una reacción súbita del cuerpo al observar cómo el cuero se aloja en el fondo de las mallas, que puede desembocar en el más inesperado de los arrebatos. Si a todo ello sumamos un estadio que se levanta encendido de sus butacas acompañando al tanto con gritos, cánticos y aplausos, la sensación debe ser cuasi orgásmica. Yo jamás podré experimentar en mis carnes lo descrito, pero doy fe que participar de ello cuando voy a ver a mi equipo es una de las mayores satisfacciones que he podido conocer... si bien es cierto que con ciertos alicientes, esa sensación se puede incluso potenciar. Por ejemplo, cuando el gol vale un título. O incluso más, si es en una prórroga de infarto. Y ya si ese gol supone una bofetada a uno de los grandes equipos de España y el continente, que ha preparado una final instalado en la prepotencia y el convencimiento de que iban a ganar el partido sin bajarse del autobús, entramos ya en el terreno de lo místico y lo divino.
Pues de todo esto hace ahora siete años. Toda una efemérides, si señor. Parece mucho tiempo, porque los últimos años han sido como una dura estancia en el purgatorio, pero la percepción nos engaña. No hace tanto que eramos grandes. En lo que si estoy de acuerdo es en que, entonces, la realidad era bien distinta. Al menos la mía...
17 de Marzo de 2004
..."¿Cuántos tenemos hoy para cenar?¿Trescientos otra vez? Joder..."
Perfecto. Hoy es la final de la Copa del Rey y estamos hasta arriba de trabajo. El hotel está a reventar. ¿Quién iba a imaginar que a mediados de Marzo seguiría habiendo tanta nieve en las pistas? Y para colmo, la mayoría de los clientes son valencianos y madrileños, y saben que soy de Zaragoza y del Zaragoza, con lo cual, ya lo estoy viendo, a freír a bromas al camarero maño toda la noche. Simplemente perfecto.
"Y eso no es nada." dice Angelito. "De los trescientos, casi todos van a entrar en cuanto abra el comedor, para poder ver luego el partido. Siempre estamos igual con el fútbol..." Angelito no es futbolero, salta a la vista, pero me ha dado algo de esperanza. Aunque esto al principio sea una batalla campal, si se van rápido igual puedo ver algo del partido, aunque sea el final. Recemos...
Saber que va a ser una noche dura ha sido el colofón a unos días previos a la final cargados de pesimismo. Además de lo que pasó hace seis días, que prefiero no mencionar siquiera, parece que no se nos tiene en ninguna consideración en los medios, a lo mejor deberíamos entregarle ya la Copa al Madrid... pero bueno, esto ya no tiene vuelta atrás, son las ocho de la tarde, comienza el horario de la cena en el hotel, y en cuarenta y cinco minutos la ansiada final. Vamos allá.
Como era de prever, muchos han sido los que han entrado enseguida. Los clientes madrileños y valencianos de los que me encargo no tardan en hacer referencia al partido que en breve comenzará. "Que gane el mejor", dicen los primeros; "a ver si les dais un baño", deslizan los segundos... mi posición me obliga a ser neutral y respetuoso, aunque mi cabeza bulle. Casi sin darme cuenta comienza el partido. Entro a la cocina a seguir con mi trabajo y descubro con alegría que la pequeña televisión que hay allí, siempre apagada, hoy está operativa. ¡Había olvidado a Alberto, nuestro cocinero de Zaragoza! Al fín un aliado.
No me merezco a los compañeros que tengo. Conscientes de lo que significa para mí el partido, cubren constantemente mis largas estancias en la cocina, de forma que todo el mundo está atendido y yo puedo disfrutar, dentro de lo que cabe, del partido. Pero algo falla. Gol de Beckham de falta directa. Malhumorado, salgo al comedor. Ahora que recuerdo, estoy trabajando. Y por cómo me miran algunos, creo que estaban deseando que saliera. No sé cómo se ha enterado, porque aún sigue en el salón, pero uno de los madrileños me espeta: "espero que tengáis merengue de postre..."... me niego a reproducir lo que en ese momento se me ocurre...
Pero al poco, murmullo en la cocina. ¿Será lo que pienso? ¡Sí! ¡Gol de Dani! Efusivos abrazos con Alberto, aunque esta vez me recompongo enseguida. Ojalá no sea lo último que celebrar esta noche. Vuelvo al comedor con una media sonrisa que no se me quita ni a la de tres. Tengo que guardar las formas.
Esta vez ya no es un murmullo, es un grito de tenor lo que se oye desde la cocina. ¡Penalti! De nuevo adentro, como alma que lleva el diablo, justo a tiempo para ver como Villa templa los nervios y bate a César por bajo. ¡Gooool! Estoy de rodillas en el suelo, señalando al cielo, cuando viene a felicitarme Sergio, el masajista del hotel, asturiano de pura cepa: "con esti guaje todu ye posible", me dice sonriente. Ya lo creo que sí. Hasta soñar con un nuevo golpe al Madrid similar al del Depor en 2002...
Con el descanso y pasada la vorágine en el comedor, me sereno un poco. No me estoy comportando como un profesional, que es para lo que estoy aquí, así que intento contenerme. Ya apenas hago incursiones a la cocina para seguir el partido, ni aún cuando Roberto Carlos empata de falta directa. Menos mal que Alberto sigue poniéndome al corriente de vez en cuando. Me habla de un Álvaro imperial; de un Movilla que domina el centro del campo enfrente de unos dioses que, ahora sí, se ven muy terrenales; de un chavalín de Torrero que hace sudar tinta a los laterales del Madrid cada vez que encara; de un Savio en su línea, es decir, excelso; de un jovencísimo David Villa que es dinamita pura. ¡Qué pedazo de jugador!... pero a la siguiente visita que hago a sus dominios, el semblante de mi compañero es sombrío: Cani expulsado. "Qué quieres", le digo. Jugamos contra el Madrid, y a mí al menos no se me ha olvidado el atropello de la final de Copa del 93-Urío, si tienes conciencia, espero que a día de hoy aún te siga remordiendo-. Al poco, entra Juanele. "Ah, sí, y hace no mucho ha entrado también Galletti, ahí está", me informa Alberto sin mucho entusiasmo. Qué cosas. Qué poca importancia le dimos entonces, y cómo cambió aquello los acontecimientos...
Porque poco después el tiempo reglamentario expira, y todos nos preparamos anímicamente para la prórroga. Sólo unas cuantas mesas de tertulia ya en el comedor, todos valencianos, que al verme se interesan por lo que está ocurriendo en Montjuic. Uno de ellos, que ya me conoce de varios días de estancia en el hotel, decide alentarme: "Yo os he visto hacer cosas increíbles", me comenta. Supongo que se refiere a la Recopa del 95, y así se lo hago saber. "Sí, pero aparte de eso. Siempre habéis tenido grandes jugadores y plantillas que ha merecido la pena ver jugar, y alguna que otra vez le habéis mojado la oreja a los equipos grandes, sobre todo al Madrid. ¿Por qué esta vez no iba a poder ser?". Me quedo sin palabras. No es ni la millonésima parte de zaragocista que yo, pero este hombre acaba de decirme exactamente cómo debería estar sintiéndome en este momento. Le sonrío y vuelvo para adentro.¿Por qué justamente en ese momento? ¿Fue la providencia? No lo sé, pero doy gracias todos los días por no habérmelo perdido. Cuando llego a la cocina, Movilla lleva el cuero. Avanza por la zona de tres cuartos sin que ningún jugador blanco se decida a salirle al paso. En ese momento cede el balón al "Hueso" Galletti. Galletti, uno de esos jugadores a los que la grada abraza por su entrega, por su tesón, porque muerden por su escudo si fuera menester. Controla, arma la pierna, respira hondo y dispara. Dispara con todas sus ganas, con su alma, con las nuestras, contra la portería del Madrid, contra la ofensa sufrida once años atrás, contra el poder establecido, contra ese centralismo injusto que también está presente en el fútbol, ante la mirada de estupor de miles de zaragocistas que contienen el aliento. Un último esfuerzo, un efecto extraño, un bote traicionero. Y es gol. Y en la cocina del hotel no caben tantos gritos y tanta felicidad. Hasta me he cargado un par de platos que había por ahí, pero cualquiera me dice nada. No pueden. No dejo de gritar y celebrar ese golazo, estoy fuera de mí. Sólo vuelvo a la realidad cuando el árbitro pita el final y comprendo que somos campeones. Cuartero levanta la Copa. Me abrazo con Alberto otra vez, y van... ¿qué es ese ruido que viene del comedor? La única mesa que queda en el comedor, repleta de valencianos, cantan y agitan las servilletas al viento. No puedo evitar sonreír como si me hubiera tocado la lotería. Voy corriendo ante el buen hombre que me arengó antes para chocarle los cinco. "Ché, ¡qué grandes sóis!". No lo sabes tú bien...
Después, ocurre algo, sin duda lo más hermoso de toda la noche: varios seguidores madridistas que habían abandonado el comedor hacía ya mucho vuelven ex profeso para darme la mano y la enhorabuena. Charlamos un rato, pero debo volver a mi tarea para poder dar el servicio por concluido hasta mañana y poder salir a celebrarlo. Además, no quiero que me noten que su gesto me ha emocionado...
Aún siento orgullo al recordarlo. No sólo por el tremendo gustazo de vencer a un todopoderoso rival de una forma tan épica, pues no todo debe ser forofismo. Pero me siento grande al pensar que un equipo modesto, recién ascendido de Segunda División, humilde y trabajador pudo lograr un objetivo tan ambicioso, y tan merecidamente. Por eso, aunque hoy la situación haya cambiado tanto, siempre intento ser optimista. Debo serlo, con un pasado tan grande. Ahí está, sin ir más lejos, el golpe en la mesa del sábado ante el Valencia. Porque este equipo sabe responder en los momentos claves. Está en sus genes. Por eso no dudo que este año logrará la salvación, aún cuando hasta hace muy pocas fechas parecía estar ya muerto y enterrado. Pues bien, todos los que dudáis, recordad aquella final de Copa. No podíamos ganar. No entraba en los planes de nadie que estos chicos derrotaran a aquellos galácticos. Era imposible. Pero nadie se lo dijo. No lo sabían. Y como no sabían que era imposible, lo hicieron.
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